48
fragmentos de canción de hielo y fuego
(juego de
tronos / 1996)
1
"Los salvajes eran crueles, les decía,
esclavistas, asesinos y ladrones. Se apareaban con gigantes y con espíritus
malignos, se llevaban a los niños de las cunas en mitad de la noche y bebían
sangre en cuernos pulidos. Y sus mujeres yacían con los Otros durante la Larga
Noche, para dar a luz espantosos hijos medio humanos"
2
—¿Un hombre puede ser valiente cuando tiene miedo?
—preguntó Bran después de meditar un instante.
—Es el único momento en que puede ser valiente - dijo
su padre
3
La verdad es que ese hombre rompió su juramento,
desertó de la Guardia de la Noche. No existe ser más peligroso. El desertor
sabe que, si lo atrapan, se puede dar por muerto, así que no se detendrá ante
ningún crimen por espantoso que sea.
4
Las aguas del Tridente enrojecieron en torno a los
cascos de sus corceles mientras ellos cruzaban las armas una y otra vez, hasta
que por último un golpe de la maza de Robert destrozó el dragón y el pecho que
había debajo.
Cuando Ned llegó al lugar, Rhaegar yacía ya muerto en
el río, y hombres de ambos ejércitos se zambullían en las aguas turbias para
buscar los rubíes que se habían desprendido de la armadura.
5
Permite que te dé un consejo, bastardo —siguió
Lannister—. Nunca olvides qué eres, porque desde luego el mundo no lo va a
olvidar.
6
—Jon —lo llamó Lady Stark cuando ya estaba en la
puerta. El chico no se habría detenido, pero era la primera vez que se dirigía
a él por su nombre. Se dio la vuelta, y vio que lo miraba directamente a la
cara, como si lo viera por primera vez. -¿Sí?
—Ojalá te hubiera pasado a ti —le dijo
7
—¿Por qué lees tanto? Tyrion alzó la vista al oír
aquella voz. Jon Nieve estaba a poca distancia de él y lo miraba con
curiosidad. Cerró el libro, dejando dentro el dedo para marcar la página.
—Mírame bien y dime qué ves.
—¿Es un truco o qué? —
El chico le lanzó una mirada desconfiada—.Te veo a ti,
Tyrion Lannister.
—Para ser un bastardo estás muy bien educado, Nieve
—dijo Tyrion con un suspiro—. Lo que ves es un enano. ¿Qué edad tienes, doce
años?
—Catorce —dijo el chico.
—Catorce, y eres más alto de lo que yo seré en la
vida. Tengo las piernas cortas y retorcidas, y me cuesta caminar. Necesito una
silla de montar especial para no caerme del caballo. Por cierto, la diseñé yo
mismo, ya que hablamos del tema. Tenía que elegir entre eso o ir en poni. Tengo
fuerza en los brazos, pero también son cortos. Nunca seré un espadachín. Si
hubiera nacido en una familia de campesinos seguramente me habrían abandonado a
la intemperie para que muriera, o me habrían vendido como monstruo de feria.
Pero soy un Lannister de Roca Casterly, y eso que se perdieron las ferias. Se
esperan cosas de mí. Mi padre fue Mano del Rey veinte años. Después resulta que
mi hermano mató a ese mismo rey, ironías de la vida. Mi hermana se casó con el
nuevo rey, y ese odioso sobrino que tengo será rey tras su muerte. Debo hacer
algo por el honor de mi casa, ¿no te parece? Pero, ¿qué? Puede que tenga las
piernas cortas en relación con mi cuerpo, pero la cabeza la tengo demasiado
grande, aunque yo prefiero pensar que es del tamaño adecuado para mi mente.
Tengo una idea bastante precisa de cuáles son mis puntos fuertes y mis puntos
débiles. Mi mejor arma está en el cerebro. Mi hermano tiene su espada, el rey
Robert tiene su maza, y yo tengo mi mente...
8
—Es verdad, ¿no? —dijo el chico tras aceptarlo y beber
un sorbo con cautela—. Lo que me has dicho de la Guardia de la Noche es cierto.
—Tyrion asintió. Jon Nieve apretó los labios
—. Pues si es así, que así sea —dijo al final.
—Muy bien, bastardo —dijo el hombre sonriendo
—. Casi todos los hombres prefieren negar la verdad
antes que enfrentarse a ella.
—Casi todos —repitió Jon—. Pero no es tu caso.
—No —admitió Tyrion—. No es mi caso. Ya no acostumbro
a soñar con dragones. Los dragones no existen.
9
¿Estás cayendo de verdad? —replicó el cuervo.
No es más que un sueño —dijo el chico.
—¿Tú crees? —Cuando choque contra el suelo me
despertaré —aseguró Bran al pájaro.
—Cuando choques contra el suelo morirás —replicó el
cuervo y siguió comiendo maíz. Bran miró abajo. Ya alcanzaba a ver montañas,
con las cumbres cubiertas de nieve y ríos como hebras de plata entre los
bosques oscuros. Cerró los ojos y se echó a llorar.
—Así no ganas nada —dijo el cuervo—. Ya te lo he
dicho, tienes que volar en vez de llorar. Venga, no es tan difícil. Yo estoy
volando.
—Tú tienes alas —señaló Bran.
—A lo mejor tú también. —El chico se tocó los hombros
en busca de algún rastro de plumas—. Hay alas de muchos tipos —añadió el
cuervo.
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—Bien, ya lo sabes —le susurró el cuervo posado en su
hombro—. Ya sabes por qué tienes que vivir.
—¿Por qué? —preguntó Bran sin comprender, mientras
caía sin cesar.
—Porque se acerca el invierno.
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—Sí. Frío, duro y cruel. Así es el Muro, y así son los
hombres que lo patrullan. Nada que ver con los cuentos que te contaba tu
niñera. Nosotros nos meamos en los cuentos, y también en la niñera. Las cosas
son como son, y estarás aquí el resto de tu vida, igual que nosotros.
—Vida —repitió Jon con amargura. El armero podía
hablar de la vida, porque había vivido. Sólo vistió el negro después de perder
un brazo en el asedio de Bastión de Tormentas. Antes de eso había sido herrero
de Stannis Baratheon, el hermano del rey. Había recorrido los Siete Reinos de
punta a punta. Había disfrutado de los banquetes y de las mujeres, había
combatido en cien batallas. Se decía que Donal Noye había forjado la maza del
rey Robert, la que acabó con Rhaegar Targaryen en el Tridente. Había hecho todo
lo que Jon jamás podría hacer y, cuando fue viejo, más cerca ya de los cuarenta
que de los treinta, había recibido un hachazo, y la herida se infectó hasta tal
punto que hubo que amputarle el brazo. Sólo entonces, tullido, cuando poco le
quedaba ya de vida, Donal Noye llegó al Muro.
—Sí, vida —asintió Noye—. Una vida larga o corta, eso
depende de ti, Nieve. Por el camino que vas, tus hermanos te cortarán la
garganta cualquier noche de éstas.
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—¿Volverán algún día? —preguntó Bran.
—Sí —dijo Robb, y en su voz había tal esperanza que el
pequeño supo que estaba hablando su hermano, no Robb el Señor—. Madre regresará
pronto. Con un poco de suerte podremos salir a caballo a recibirla cuando
vuelva. ¡Menuda sorpresa se llevará cuando te vea cabalgar! — Pese a la
oscuridad, Bran le vio la sonrisa en el rostro—. Y después, cabalgaremos hacia
el norte para ver el Muro. No le diremos nada a Jon, llegaremos el día menos
pensado, tú y yo juntos. Será toda una aventura.
—Una aventura —repitió Bran con tristeza. Oyó sollozar
a su hermano. La habitación estaba tan oscura que no podía ver las lágrimas en
el rostro de Robb, de manera que tendió la mano en busca de la suya. Los dos
hermanos entrelazaron los dedos.
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—Casi todos los hombres prefieren negar la verdad
antes que enfrentarse a ella —le había dicho el enano con una sonrisa. El mundo
estaba lleno de gallinas que se hacían pasar por héroes.
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—En tu sueño, ¿encuentras a alguien alguna vez?
—preguntó Sam.
—A nadie -contestó Jon sacudiendo la cabeza—. El
castillo está siempre desierto. —Nunca había hablado a nadie de aquel sueño, y
no entendía por qué se lo contaba a Sam, pero se sentía bien al hacerlo—. Hasta
los cuervos de la pajarera han desaparecido, y en los establos sólo quedan
huesos. Es lo que más miedo me da siempre. Echo a correr, abro todas las
puertas, subo los escalones de la torre de tres en tres, llamo a gritos a
alguien, a cualquiera. Y por fin me encuentro ante la puerta que lleva a las
criptas. Dentro todo es oscuridad, pero veo la escalera de caracol que
desciende. Y sé que tengo que bajar, pero no quiero. Me da miedo lo que sea que
me espera abajo. Los antiguos Reyes del Invierno están en las criptas, sentados
en sus tronos, con lobos de piedra a los pies y espadas de hierro sobre el
regazo, pero no son ellos los que me dan miedo. Grito que yo no soy un Stark,
que aquel lugar no me corresponde, pero no sirve de nada, tengo que bajar, y
empiezo a descender por las escaleras, tanteando las paredes porque no llevo
ninguna antorcha y no hay luz. Todo está cada vez más oscuro, y empiezo a tener
ganas de gritar. —Se detuvo, algo avergonzado—. En ese punto es donde siempre
me despierto. —Y despertaba con la piel fría y pegajosa, temblando en la oscuridad
de su celda. Fantasma se subía de un salto y se tendía junto a él, le
proporcionaba un calor reconfortante como el amanecer. Volvía a dormirse con el
rostro contra el pelaje blanco del huargo
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—No somos amigos —dijo Jon. Puso una mano en el hombro
carnoso de Sam—. Somos hermanos. Y era cierto, pensó cuando Sam se fue. Robb,
Bran y Rickon eran hijos de su padre, y todavía los quería, pero Jon sabía que
nunca había sido uno de ellos. Catelyn Stark se había encargado de eso. Los
muros grises de Invernalia seguirían apareciendo en sus sueños, pero su vida
estaba en el Castillo Negro, y sus hermanos eran Sam, Grenn, Halder, Pyp y el
resto de los marginados que vestían el negro de la Guardia de la Noche.
16
La voz ronca fue perdiendo fuerza. Se quedó ante ella,
en silencio, acuclillado. No era más que una forma grande, la noche lo envolvía
e impedía ver otra cosa. Sansa oyó su respiración trabajosa. Se dio cuenta de
que ya no sentía miedo. Sentía compasión. El silencio se prolongó largo rato,
tanto que empezó a tener miedo una vez más, pero temía por él, no por ella. Le
puso una mano en el hombro gigantesco.
—No era un buen caballero —susurró. El Perro echó la
cabeza hacia atrás y lanzó un rugido. Sansa retrocedió tan bruscamente que
estuvo a punto de caerse, pero él la sujetó por el brazo.
—No —dijo—. No, pajarito, no era un buen caballero.
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—Cien dragones de oro por el Matarreyes —anunció en
voz alta Meñique al ver entrar a Jaime Lannister, a lomos de un elegante corcel
bayo. El caballo llevaba una manta de malla dorada, y Jaime brillaba de la
cabeza a los pies. Hasta su lanza era de madera dorada procedente de las Islas
del Verano.
—Acepto —gritó Lord Renly—. Parece que esta mañana el
Perro tiene hambre.
—Hasta los perros hambrientos saben que no deben
morder la mano que los alimenta — replicó Meñique con tono seco.
18
—Déjalo en paz —dijo una voz ronca, al tiempo que una
mano de hierro lo apartaba del muchacho.
La Montaña se giró, mudo de rabia, blandiendo la
espada larga en un arco mortífero en el que había puesto su asombrosa fuerza,
pero el Perro detuvo el golpe y se lo devolvió, y los dos hermanos pelearon
durante lo que pareció una eternidad, mientras los criados ponían a salvo al
aturdido Loras Tyrell. Por tres veces vio Ned a Ser Gregor lanzar golpes
brutales contra el yelmo de cabeza de perro, y en cambio Sandor no dirigió ni
un solo ataque contra la cabeza desprotegida de su hermano. La voz del rey puso
fin a aquello. La voz del rey y veinte espadas. Jon Arryn les había dicho que
un buen comandante debía tener buena voz en el campo de batalla, y Robert había
comprobado en el Tridente cuán cierto era aquello.
—¡Que cese esta locura! —rugió—. ¡Lo ordena vuestro
rey! El Perro se dejó caer sobre una rodilla. La espada de Ser Gregor hendió el
aire, pero por fin pareció recuperar el sentido común. Dejó caer la espada y
miró a Robert, rodeado por su Guardia Real y por otra docena de caballeros y
soldados. Sin decir palabra se dio media vuelta y se alejó a zancadas,
apartando de un empujón a Barristan Selmy.
—Dejad que se marche —dijo Robert. Y, tan deprisa como
había comenzado, todo terminó
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Tyrion miró a su alrededor. Todos los enemigos estaban
muertos o habían desaparecido. Sin saber cómo, mientras no miraba, la pelea
había terminado. Por doquier había caballos moribundos y hombres heridos que
gemían y gritaban. Para su inmensa sorpresa, él no era uno de ellos. Abrió los
dedos y dejó caer el hacha al suelo. Tenía las manos pegajosas de sangre.
Habría jurado que la lucha había durado medio día, pero el sol apenas se había
desplazado
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Vio cómo le cortaban las patas al caballo de Jory, y
cómo lo arrastraban al suelo, y cómo las espadas subían y bajaban sobre él.
Cuando el caballo de Ned se puso en pie de nuevo él también intentó levantarse,
pero cayó de nuevo con un grito ahogado. Vio el hueso astillado que le salía
por la pantorrilla. Fue lo último que vio durante largo rato. La lluvia seguía
cayendo. Cuando abrió los ojos, Lord Eddard Stark estaba a solas con sus
muertos. Su caballo se le acercó, olfateó el hedor rancio de la sangre y se
alejó al galope. Ned empezó a arrastrarse por el barro, con los dientes
apretados para no ceder ante el dolor insoportable. Le pareció que tardaba
años. Desde las ventanas iluminadas por velas lo observaban muchos rostros y la
gente empezó a salir de las puertas y los callejones, pero nadie acudió en su
ayuda
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En la celda hacía frío, el viento aullaba día y noche,
y lo peor de todo era que el suelo estaba en pendiente. Una pendiente muy
ligera, sí, pero más que suficiente. Tenía miedo de cerrar los ojos, de
deslizarse rodando en sueños, y a menudo se despertaba aterrado ante la
posibilidad de estar cayendo hacia el borde. No era de extrañar que las celdas
del cielo volvieran locos a los hombres. «Los dioses me salven, el azul me
llama», había escrito algún ocupante previo en la pared, con algo que se
parecía demasiado a la sangre. Al principio Tyrion había sentido curiosidad por
la identidad y el destino del prisionero. Más adelante decidió que prefería no
saber nada.
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—Te lo pondré por escrito —juró Tyrion. Algunos iletrados desdeñaban la escritura; otros, en cambio, sentían una especie de reverencia supersticiosa ante la palabra escrita, la consideraban una cosa mágica. Por suerte, Mord pertenecía a la última categoría.
—Escribe que me darás oro. Mucho oro.
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—¿Por dónde podría empezar? Sí, soy un hombrecillo
vil, lo confieso. Damas, caballeros, mis pecados son incontables. Me he
acostado con prostitutas, y no una vez, sino cientos. He deseado la muerte de
mi padre, y también la de mi hermana, nuestra reina. —Alguien a su espalda dejó
escapar una risita—. No siempre he sido bondadoso con mis sirvientes. He
apostado. Me sonroja admitirlo, pero también he hecho trampas. He dicho muchas
cosas crueles y maliciosas de las nobles damas y caballeros de la corte. —Aquello
provocó otra carcajada—. En cierta ocasión...
—¡Silencio! —El rostro blanco de Lysa Arryn estaba
congestionado de ira—. ¿Qué hacéis, enano?
—Es evidente, mi señora. —Tyrion inclinó la cabeza
hacia un lado—. Confieso mis crímenes.
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Los espectros de Ned se situaron junto a él, con espadas de sombras en las manos. Eran siete contra tres.
—Y esto va a empezar ahora mismo —dijo Ser Arthur
Dayne, la Espada del Amanecer. Desenvainó a Amanecer y la sujetó con ambas
manos. La hoja era blanca como la leche, la luz hacía que pareciera tener vida.
—No —dijo Ned con voz entristecida—. Esto va a
terminar ahora mismo. En el momento en que los aceros chocaron con estruendo,
alcanzó a oír la voz de Lyanna que gritaba su nombre. Una tormenta de pétalos de
rosa cayó de un cielo jalonado de sangre, azul como los ojos de la muerte.
25
Tyrion alzó la vista hacia el cielo. Era una noche clara y fresca, y sobre las montañas las estrellas brillaban, despiadadas como la verdad
26
Dice que tendrás una corona de oro tan espléndida que los hombres temblarán al contemplarla.
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Khal Drogo se soltó el cinturón. Los medallones eran
enormes, de oro puro, muy ornamentados, cada uno de ellos tenía el tamaño de la
mano de un hombre. Gritó una orden. Los esclavos de las cocinas sacaron un
pesado caldero de hierro del hogar, derramaron el guiso por el suelo, y
volvieron a ponerlo sobre las llamas. Drogo tiró su cinturón al interior y
observó con rostro inexpresivo cómo los medallones se ponían al rojo y
empezaban a deformarse. Dany vio cómo las llamas bailaban en sus ojos de ónice.
Un esclavo le tendió un par de gruesos mitones de piel de caballo, y él se los
puso sin siquiera mirarlo. Viserys empezó a chillar, el grito agudo y sin palabras
del cobarde que se enfrenta a la muerte. Pataleó, se retorció, lloriqueó como
un perro y sollozó como un niño. Pero los dothrakis lo sujetaron con fuerza.
Ser Jorah había conseguido llegar al lado de Dany. Le puso una mano en el
hombro.
—Daos la vuelta, princesa, os lo suplico.
—No —respondió ella. Se puso las manos sobre el
vientre en gesto protector.
—Hermana, por favor... —Por fin Viserys había clavado
la mirada en ella—. Dany, diles... haz que... hermanita...
Cuando el oro estuvo medio fundido, casi líquido,
Drogo cogió el caldero. —¡Corona! —rugió—. Aquí. ¡Una corona para Rey del
Carro! —Y puso el caldero en la cabeza del hombre que había sido su hermano. El
sonido que emitió Viserys Targaryen cuando aquel espantoso yelmo de hierro le cubrió
la cara no fue humano. Sus pies marcaron un ritmo frenético en el suelo de
tierra, se agitaron y al final se detuvieron. Sobre el pecho le cayeron
goterones de oro fundido, y la seda escarlata empezó a humear... pero no se
derramó ni una gota de sangre. Dany se sentía extrañamente tranquila. «No era
un dragón —pensó—. El fuego no mata a un dragón.»
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Llegasteis aquí como malhechores —empezó Mormont, que se había situado ante el altar de forma que el arco iris le relucía sobre la calva—. Cazadores furtivos, violadores, deudores, asesinos y ladrones. Llegasteis a nosotros como niños. Llegasteis a nosotros solos, encadenados, sin amigos y sin honor. Llegasteis a nosotros ricos, y llegasteis a nosotros pobres. Algunos ostentáis los nombres de casas orgullosas. Otros teneis nombres de bastardos, o no tenéis nombre alguno. Nada de eso importa ya. Todo queda en el pasado. En el Muro, todos pertenecemos a la misma Casa.
29
—Escuchad mis palabras, sed testigos de mi juramento —recitaron; sus voces llenaron el bosquecillo en el ocaso—. La noche se avecina, ahora empieza mi guardia. No terminará hasta el día de mi muerte. No tomaré esposa, no poseeré tierras, no engendraré hijos. No llevaré corona, no alcanzaré la gloria. Viviré y moriré en mi puesto. Soy la espada en la oscuridad. Soy el vigilante del muro. Soy el fuego que arde contra el frío, la luz que trae el amanecer, el cuerno que despierta a los durmientes, el escudo que defiende los reinos de los hombres. Entrego mi vida y mi honor a la Guardia de la Noche, durante esta noche y todas las que estén por venir.
30
No quiero estar roto —susurró furioso al maestre
Luwin, sentado a su derecha—. Quiero ser caballero.
—A veces a los de nuestra orden nos llaman caballeros
del pensamiento —replicó Luwin—. Eres un muchacho muy inteligente cuando
quieres, Bran. ¿Has pensado alguna vez que podrías lucir una cadena de maestre?
Aprenderías infinidad de cosas.
—Quiero aprender magia —dijo Bran—. El cuervo me
prometió que volaría.
—Puedo enseñarte historia —dijo el maestre Luwin con
un suspiro—, curación, las propiedades de las hierbas... Puedo enseñarte el
lenguaje de los pájaros, y a construir un castillo, y a guiarte por las
estrellas como hacen los marineros con sus barcos. Puedo enseñarte a medir los
días y a marcar las estaciones, y en la Ciudadela de Antigua aprenderías mil
cosas más. Pero no, Bran. Nadie te puede enseñar magia.
31
—No temáis, señores, vuestro rey está a salvo... pero
no gracias a vosotros. Incluso ahora podría acabar con los cinco tan fácilmente
como si cortara queso con una daga. Si vais a servir a las órdenes del
Matarreyes, ninguno de vosotros es digno de vestir el blanco. —Tiró la espada al
pie del Trono de Hierro—. Toma, niño. Fúndela y ponía con las demás si quieres.
Te será más útil que las espadas que esgriman estos cinco. Puede que Lord
Stannis se siente sobre ella cuando te quite el trono.
32
Cruzaron el puente al anochecer, bajo una luna
creciente que parecía flotar sobre el río. La doble columna atravesó la puerta
de la torre este como una gran serpiente de acero, desapareció en el interior,
atravesó el puente, y salió de nuevo a la noche tras pasar por la torre oeste.
Catelyn iba a la cabeza de la serpiente, con su hijo, su tío Ser Brynden, y Ser
Stevron Frey. Los seguían nueve décimas partes de los hombres a caballo, entre
caballeros, lanceros, arqueros y jinetes libres. Tardaron horas en cruzar.
Catelyn no olvidaría nunca el retumbar de los cascos de los animales contra el
puente levadizo, la imagen de Lord Walder Frey que los observaba desde su
litera ni el brillo de los ojos que los miraban desde las troneras.
33
En los bosques hay sombras blancas, los muertos
recorren nuestras habitaciones, y ahora hay un niño en el Trono de Hierro
—añadió, asqueado.
—Niño, niño,
niño, niño —graznó el cuervo.
34
La empuñadura era de cuero virgen, suave y negro, aún
no tenía manchas de sudor ni de sangre. La hoja era un palmo más larga que la
de las espadas a las que Jon estaba acostumbrado, apta tanto para las estocadas
como para los tajos, con tres canales profundos para aligerarla. Hielo era un
espadón auténtico, para manejarlo con las dos manos, mientras que aquélla se
esgrimía con una o con dos, y algunos la llamaban «espada de bastardos». Pese a
su tamaño, resultaba más ligera que las que había esgrimido en el pasado. Jon
giró la hoja, vio las ondulaciones en el acero oscuro, allí donde el metal
había sido plegado sobre sí mismo una y otra vez.
35
—Déjate de peros, chico —lo interrumpió Lord Mormont—.
De no ser por ti y por esa bestia que te acompaña, no estaría aquí sentado.
Luchaste como un valiente... y, lo que es más importante, pensaste con rapidez.
¡Fuego! Claro, maldita sea. Teníamos que haberlo imaginado. Teníamos que
haberlo recordado. No es la primera vez que llega la Larga Noche. Sí, ocho mil
años es mucho tiempo, claro... pero, si la Guardia de la Noche no recuerda,
¿quién lo hará?
— ¿Quién? —
repitió el cuervo — . ¿Quién? ¿Quién?
36
Los cuervos empezaron a graznar y a volar hacia los barrotes, golpeando el metal con alas negras como la noche. La carne estaba cortada en trozos no más grandes que la yema de un dedo. Metió el puño y echó a la jaula los bocados crudos, y los graznidos y picotazos se incrementaron. Dos de los pájaros más grandes empezaron a pelearse por un trozo, y las plumas volaron por los aires. Jon se apresuro a coger un segundo puñado y echarlo en la jaula.
—Al cuervo de Lord Mormont le gusta la fruta y el
maíz. —Es un pájaro extraño —dijo el maestre—.Los cuervos comen grano, pero
prefieren la carne. Los hace más fuertes, y mucho me temo que les gusta el
sabor de la sangre. En eso se parecen a los hombres... y, al igual que sucede
con los hombres, no todos los cuervos son iguales.
37
—También se puede entrenar a las palomas para que
lleven mensajes —siguió el maestre—. Pero el cuervo es más fuerte, más grande,
más atrevido, mucho más listo, está más capacitado para defenderse de los
halcones... Por desgracia, los cuervos son negros, y comen carroña, así que hay
hombres temerosos de los dioses que los aborrecen.
38
¿Qué es el honor, comparado con el amor de una mujer?
¿Qué es el deber, comparado con el calor de un hijo recién nacido entre los
brazos, o el recuerdo de la sonrisa de un hermano? Aire y palabras. Aire y
palabras. Sólo somos humanos, y los dioses nos hicieron para el amor. Es
nuestra mayor gloria, y nuestra peor tragedia
39
El maestre Aemon giró la cabeza, y lo miró con sus
ojos blancos, muertos. Fue como si le viera directamente el corazón. Jon se
sintió desnudo, vulnerable. Cogió el cubo con ambas manos y tiró el resto de la
carne entre los barrotes. Los trozos de carne y la sangre espantaron a los
cuervos. Alzaron el vuelo entre graznidos. Los más rápidos atraparon en el aire
algunos pedazos y los engulleron a toda prisa. Jon soltó el cubo vacío en el
suelo.
—Duele, hijo —dijo el anciano con voz amable
poniéndole en el hombro una mano arrugada y llena de manchas—. Oh, sí.
Elegir... siempre ha dolido. Y siempre dolerá. Yo lo entiendo.
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Los cascos de los caballos dothrakis habían desgarrado
la tierra y pisoteado el centeno y las lentejas, mientras que los arakhs y las
flechas habían sembrado una cosecha nueva y terrible, y la habían regado con
sangre. Los caballos moribundos alzaron las cabezas y relincharon a su paso.
Los hombres heridos gemían y rezaban. Los jaqqa rhan se movían entre ellos:
eran los hombres misericordiosos, con pesadas hachas, que cortaban las cabezas
a muertos y moribundos por igual. Tras ellos iba una bandada de niñitas, que
arrancaban las flechas de los cadáveres y las ponían en sus cestas. Y, por
último, iba la manada de perros salvajes, flacos y hambrientos, que seguía
siempre de cerca al khalasar. Las ovejas eran las que llevaban más tiempo
muertas. Eran miles, estaban acribilladas a flechazos y se veían negras por las
moscas que las cubrían. Dany sabía que aquello era obra de los jinetes de Khal
Ogo. Ningún hombre del khalasar de Drogo era tan estúpido para malgastar las
flechas con ovejas, pudiendo emplearlas contra los pastores.
41
—¿Te encuentras bien, Nieve? —preguntó Lord Mormont
con el ceño fruncido.
—Bien
—graznó el cuervo—. Bien.
—Sí, mi señor —mintió Jon en voz muy alta, como si así
lo hiciera más cierto—
42
Ante ellos había una formación de lanceros enemigos
dispuestos en semicírculo, un puerco espín erizado de acero a la espera tras
altos escudos de roble con el blasón del sol de los Karstark. Gregor Clegane
fue el primero en llegar hasta ellos a la cabeza de una cuña de veteranos con
armadura. La mitad de los caballos se espantaron en el último instante y
dejaron de cargar justo delante de las lanzas. Los demás murieron con los
pechos atravesados por las agudas puntas de acero. Tyrion vio caer a una docena
de hombres. El semental de la Montaña se encabritó y levantó las patas
delanteras, con sus herraduras de hierro, cuando una lanza dentada le hirió el
cuello. El animal, enloquecido, cargó contra el enemigo. Todas las lanzas se
volvieron contra él, pero la muralla de escudos se derrumbó bajo su peso. Los
norteños trataron de ponerse a salvo de sus últimos estertores. Cuando su
caballo cayó, todavía lanzando dentelladas con la boca llena de sangre, la
Montaña se levantó ileso, blandiendo a diestro y siniestro el gigantesco
espadón.
43
Y en aquel momento, una mano surgió de entre la multitud y se cerró en torno a su brazo como una trampa para lobos, con tanta fuerza que Aguja se le escapó de entre los dedos. La mano la levantó casi en vilo, la manejaba como si fuera una muñeca. Un rostro se presionó contra el suyo, una cabeza de pelo largo negro, barba enmarañada y dientes podridos.
—¡No mires! —ladró una voz ronca.
—No... no... no... —sollozó Arya. El anciano la
sacudió con tanta fuerza que los dientes le entrechocaron.
—Cierra la boca y cierra los ojos, chico. —A lo lejos,
como envuelto en niebla, oyó un... un sonido... un ruido suave, siseante, como
si un millón de personas dejaran de contener el aliento a la vez. Los dedos del
anciano, duros como el hierro, se le clavaban en el brazo—. Eso es, mírame a
mí. —El aliento le olía a vino agrio—. ¿Me recuerdas, chico?
44
«Ya no quedan héroes», susurró una vocecita en su
interior, y recordó lo que Lord Petyr le había dicho en aquel mismo lugar: «La
vida no es una canción, querida. Algún día lo descubrirás, y será doloroso».
«En la vida real, los monstruos vencen», se dijo, y volvió a oír la voz del
Perro, un sonido frío de metal contra piedra: «Ahorraos un poco de dolor, niña.
Dadle lo que quiere».
45
Desde lo más alto de las almenas se divisaba el mundo entero. Sansa alcanzó a ver el Gran Sept de Baelor en la colina de Visenya, donde había muerto su padre. Al otro extremo de la calle de las Hermanas estaban las ruinas ennegrecidas por el fuego de Pozo Dragón. En el oeste, el sol rojizo estaba ya medio oculto tras la Puerta de los Dioses. El mar salado quedaba a su espalda, y al sur estaban el mercado del pescado, los muelles y las corrientes agitadas del río Aguasnegras. Y al norte... Se volvió en aquella dirección, y sólo vio la ciudad, las calles, los callejones, las colinas y las hondonadas, y más calles, y más callejones, y a lo lejos los muros de piedra. Pero sabía que al otro lado estaba el campo, granjas, prados, bosques, y aún más allá, al norte, muy al norte, se alzaba Invernalia.
—¿Qué miras? —preguntó Joffrey—. Esto es lo que quiero
que veas. Ahí.
Un grueso parapeto de piedra protegía el extremo
exterior del baluarte, era tan alto que le llegaba a Sansa a la barbilla, y
cada metro y medio había aspilleras para los arqueros. Las cabezas estaban
entre las aspilleras, a todo lo largo del muro, clavadas en picas de hierro de
manera que parecieran contemplar la ciudad. Sansa las había visto nada más
salir al adarve, pero el río, las calles bulliciosas y el sol poniente eran un
espectáculo mucho más hermoso.
«Puede obligarme a mirar las cabezas —se dijo—, pero
no puede obligarme a verlas.» —Éste es tu padre —dijo
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—Cuando el sol salga por el oeste y se ponga por el
este —dijo con tristeza—. Cuando los mares se sequen y las montañas se mezan
como hojas al viento. Cuando mi vientre vuelva a agitarse y dé a luz un niño
vivo. Entonces volverás, mi sol y estrellas, no antes. «Jamás —gritó la
oscuridad—, jamás, jamás, jamás.» Dany encontró en la tienda un cojín de seda
suave relleno de plumas. Lo estrechó contra sus pechos y volvió con Drogo, su
sol y estrellas. «Si vuelvo la vista atrás, estoy perdida.» Cada paso le dolía,
quería dormir, dormir y no soñar. Se arrodilló, besó a Drogo en los labios y le
apretó el cojín contra la cara.
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—Sé cuál es el castigo por la deserción, mi señor.
—Jon se irguió en toda su estatura. Se dijo que moriría con orgullo. Era lo
menos que podía hacer—. No me da miedo la muerte.
—¡Muerte!
—graznó el cuervo. —Espero que tampoco te dé miedo la vida —dijo Mormont al
tiempo que cortaba el jamón con la daga y le daba un trocito al cuervo
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Cuando el fuego se extinguió por fin, y el suelo
estuvo suficientemente frío para poder pisarlo, Ser Jorah Mormont la encontró
entre las cenizas, rodeada de troncos negros y ascuas, y de los huesos quemados
de hombre, mujer y corcel. Estaba desnuda, cubierta de hollín, sus ropas se
habían reducido a cenizas, no le quedaba ni una hebra de la hermosa
cabellera... pero estaba ilesa. El dragón color crema y oro mamaba de su pecho
izquierdo, y el verde y bronce del derecho. Los sostenía a ambos en los brazos,
como si los acunara. El negro y escarlata estaba enroscado en torno a sus
hombros, con el cuello largo y sinuoso bajo su barbilla. Al ver a Jorah, alzó
la cabeza y clavó en él ojos rojos como carbones.